¿Alguna vez fue que planeamos hacernos todo el daño de una vez?... Y me levanto de la cama por inercia, llamada por el ruido de la alarma que en mi cabeza suena como Amanda, la madre de Thomas diciendo 'Levántate y lúcete' y gruño en silencio, apago la alarma y me quedo sentada en la cama, me rehúso a iniciar ese nuevo día que sé -en algún rincón de mi mente- que no va a darme lo que estoy buscando, aunque tampoco sé que estoy buscando. Bajo las escaleras, el frío arañándome la planta de los pies mientras doy vueltas, tarareando alguna canción, buscando ropa y un poco café que borre la bruma del último sueño de la noche, ese donde había una máquina enorme que daba vueltas en su lugar. Salgo de mi casa, un poco tarde otra vez, mi vecino de 'los días que llego tarde' en la parada del colectivo me sonríe y me saluda.
Y entonces Gustavo canta... Nuestro pasado nos suele matar, yo abro mi libro, jugando un poco con el señalador entre mis dedos de manera distraída, perdida ya entre las líneas de ese estúpido libro de estúpida gente con estúpido cáncer que hace que algo adentro mío se retuerza con fuerza cerrándome el pecho. Y pienso en lo terrible que es el cáncer, en lo meritorio que debería ser. Pienso que mi tío no se lo merecía, porque si hay algo que tiene el cáncer es que de a poco le va robando la identidad y la dignidad al enfermo. Me siento mal, dejo de leer y miro por la ventana poniendo mi atención en las imágenes que se suceden. Todavía pienso en mi tío, en mis abuelos, en mi tía, no puedo evitar pensar en ellos últimamente, sentir su falta como algo afilado contra mi piel. Y pienso irremediablemente en ese llamado que no pude atender, en tu traición y las veces que hiciste el amor con ella sin importarte el daño que me hacías, las veces que me hacías el amor y pensabas en otra persona, las veces que me lastimaste. Llego a la oficina, anestesiada ante tu muda presencia, siempre ahí, donde más duele. Contesto un e-mail, dos, tres. Los teléfonos suenan, mis compañeros hablan, el ambiente me resulta tan contaminado que decido salir.
Y entonces Gustavo canta... Pasa el tiempo y ahora creo que el vacío es un lugar normal, y yo también lo creo, firmemente. Y Julio me pide que me siente en el suelo, que lo abrace un poco antes de ponerme a leer. No puedo seguir con ese estúpido libro de estúpida gente con estúpido cáncer porque no quiero llorar en la oficina como una nena, porque no es el libro sino lo que dispara en mi cabeza. Y necesito de Julio, de esa magia perenne. Sus palabras me calman, el laberinto de Rayuela me dejan viajar muy lejos, a la Rue du Sommerard, al Pont des Arts, Buenos Aires desaparece durante la hora del almuerzo. Entre esas páginas me siento bien, escucho a mi tía quejándose porque era una excentricidad innecesaria el desordenar así los capítulos. El resto del día desaparece, la facultad, el viento, esos ojos de zafiro que me miran con culpa mientras vuelvo a casa.
Y entonces Gustavo canta... Si no olvido moriré, pero yo no olvido nada, aunque tampoco me importa morirme. La noche está instalada y yo espero el colectivo, esos mismos ojos siguen observándome con insistencia y yo paso de ellos con la misma vehemencia. Vuelvo a ese estúpido libro de estúpida gente con estúpido cáncer, ya no puedo contener el llanto, desgarrada por la falta, abatida porque no sé como lucirme cada mañana. Llego desarmada a mi casa, buscando refugio, asustada de ser capaz de inflingirme el tan necesario daño. Hay que sentir el dolor, escuché alguna vez. Me obligo a dormir, intentando encontrar en algún escenario ese patio con escaleras y cuatro torres.
Y entonces Gustavo deja de cantar.