Porque todo es cuestión de tiempo
y estamos condenados a ello. Como Sartre dijo que estábamos condenados a la
libertad, también lo estamos al tiempo y peor aún: a esperar. Hay millones de
cosas que no dependen de nosotros, que no podemos hacer más que esperar por
ellas. Algunas más terribles, algunas más superfluas y que si jamás llegan
tampoco nos influyen demasiado y algunas que nos rompen el corazón. Nos pasamos
la vida esperando. Esperamos que nos acepten, esperamos un buen trabajo, una buena nota en un examen, esperamos que nos amen, esperamos una buena vida, esperamos que esa persona
amada se muera cuando el doctor dice ‘no hay nada más que hacer, es cuestión de
tiempo’ esperamos, esperamos, esperamos y se nos rompe el alma. Porque hay
cosas que no llegan cuando las esperamos, o cuando más las necesitamos y hay
algunas que no llegan nunca.
Y nos llenamos de angustia
mientras esperamos, esa incertidumbre que genera el no saber cuando va a pasar
o si va a pasar. Pensamos que si lo deseamos con mucha fuerza va a pasar y nos
decepcionamos cuando vemos que no sucede así, que no sale el conejo de la
galera. Nos entregamos un poco a esa desazón de tener que esperar.
A veces ni siquiera sabemos que
esperamos, y eso es peor porque nos conformamos con lo que va apareciendo,
queriendo convencernos de que era eso lo que queríamos que sucediera como si de
verdad lo supiéramos. Nos mediocrizamos dejando los días pasar mientras se caen
del calendario a la vez que la idea de que estamos desperdiciando nuestra vida nos
crepita bajo la piel infectándonos hasta los huesos.
Y nos volvemos a levantar, con
cada día, algunos más sumisos, otros más beligerantes. Vamos llenando los
espacios de espera queriendo convencernos de que así avanzamos, creyendo que ya
nos toca ser atendidos, que la sala de espera va a quedar atrás. A veces se da,
otras veces nos toca seguir esperando, volver a acomodarnos en la silla y
hojear otra revista de cuando Xuxa fue mamá por segunda vez.
Y seguimos esperando, y es un
cuento de terror.