martes, 28 de julio de 2015

El experimento

Cuarenta y cinco minutos después de haber comenzado, su compañero había acabado dos veces, se había fumado un cigarro y hacía veinte minutos que dormía con la boca abierta, emitiendo un ligero ronquido que terminaba de declarar aquello como un ítem más de su larga lista de malas decisiones. El sexo entre ellos había sido soso y desabrido, totalmente olvidable. Ni siquiera se había tomado la molestia de fingir un orgasmo. No merecía la pena hacerlo. Eran las tres de la mañana, la ciudad estaba sumida en un silencio agradable que era interrumpido esporádicamente por algún grito lejano de algún borracho o la risotada de alguna mujer. Incluso creyó escuchar algún llanto por el que no se interesó en absoluto. Un ronquido profundo de su mal llamado amante la terminó de convencer de que era un buen momento para emprender su retirada. Pero primero necesitaba dar un par de caladas al liado que había visto en la mesa de luz de su anfitrión. Se las había ganado.

Sin hacer mucho ruido buscó su tanga a los pies de la cama y su camiseta  y se vistió. El departamento era un mono ambiente muy parecido a una caja de zapatos, pero tenía un balcón espacioso que el dueño desaprovechaba. Todavía en silencio, ella agarró en encendedor y salió al frío porteño. Era agradable sentir como las baldosas frías le arañaban las plantas de los pies. Estaba en un piso diez y no había otros edificios tan altos, no había riesgo de que la vieran en paños menores. Tampoco le importaba. No había viento, pero así y todo le había costado prenderlo. La primera calada le supo a gloria. Ella demoró el humo en su boca antes de soltarlo con lentitud y ver cómo las volutas iban desapareciendo. En cuanto terminara eso se iba a casa. Suspiró mientras contemplaba la inmensidad de la noche, absorbida por ese momento o por lo que estaba fumando, al menos eran buenas flores. 


- Qué noche más infame, ¿no te parece?- dijo una voz grave a un lado, en el balcón vecino. No había reparado en que no era la única persona ahí. Sentado en un sillón, dándole la espalda, había un hombre. Tenía un libro entre sus manos y los pies apoyados sobre la mesita que tenía adelante. 


Ella no pudo estar más de acuerdo con eso. 


- Insoportablemente infame, pero es solo una consecuencia de mis actos...- respondió ella, restándole importancia con un encogimiento de hombros. La noche no tenía la culpa que ella eligiera mal a sus compañeros de cama. 


Él no respondió de inmediato, simplemente sonrió y asintió como si supiera de lo que ella estaba hablando. Sin decir nada levantó su mano izquierda para que ella le convidara de sus flores. Y ella lo hizo. Fue apenas un roce el de sus dedos cuando le pasó el cigarro. Y fue suficiente, como una chispa en un bidón de combustible. Ella sonrió, relamiéndose los labios mientras volvía su mirada a la noche, dándole a él algo de intimidad con sus caladas. Había pocas estrellas en el cielo, eran casi las cuatro de la mañana y su amante seguía roncando al dormir. 


- Lo difícil es no saber si es muy tarde para una cerveza o muy temprano para un café...- le comentó él, rascándose con pereza la mejilla derecha cubierta de barba. Ella se rió, echando la cabeza hacia atrás, olvidándose de su durmiente y fallido amante. 

- La crueldad en la vida es infinita...- dramatizó ella, sintiendo un poco de frío en sus piernas desnudas. Y es que por más que fuera una madrugada gentil de otoño había algo de viento que le erizaba la piel- ¿Seremos lo suficientemente idóneos para arriesgamos a tal experiencia?- se preguntó ella, yendo a buscar sus pantalones. 

Él la esperó, hacía rato que no estaba prestando atención al libro de Jack Kerouac que tenía entre sus manos. Desde que ella estaba en el balcón de su vecino, para ser más preciso. La escuchaba ir y venir en la habitación contigua, el roce de los vaqueros, el siseo del cierre de su cartera. 

- Siempre quise ser recordado como el descubridor de la bebida ideal para las cuatro de la mañana...- contestó él, poniéndose de pie finalmente, estirándose con pereza antes de entrar en su departamento para poner la cafetera a funcionar. 

Diez minutos después, cuando volvió con dos tazas de café y dos porrones de cerveza en una bandeja, ella ya estaba vestida y sentada en el barandal, esperando por él. No pudo evitar sentirse atraído por ella en ese momento. El viento se ensortijaba en su cabello negro, el maquillaje ligeramente corrido alrededor de los ojos, sus labios llenos e invitantes. 

Primero tomaron la cerveza. El café se demoró un poco más. Era difícil prestar atención a la taza entre sus manos cuando la mirada del otro los perseguía. No pudieron llegar a ningún resultado concluyente. No había una respuesta para las cuatro de la mañana. 

Ella se acomodó su cartera en el hombro y pasó sus piernas a su balcón. No le dijo nada más, su perfume mezclado con el aroma al sexo y su piel inundaron su departamento. La vio abrir la puerta y salir. Mentiría si dijera que no se sintió tentado de seguirla, pero sabía que tenía que dejar las cosas ser. 

Algo le decía que ella iba a volver. 

Todavía no habían decidido cuál eral a mejor bebida para las cuatro de la mañana.

Afuera despuntaba el sol, era un buen momento para volver a su lectura.