viernes, 15 de octubre de 2010

Y entonces me sentí como Veronika.

Y yo también quise morir.

Porque los ví. Ví esos zombies sin vida arriba del subte, en el colectivo. Los ví también en el tren y por todos lados en la facultad. ¿A donde estaba? estancada en el mundo. Ahí estaba. Y sentí pánico de ser como ellos. Llegué a casa buscando a mamá y ella no estaba, llamé a mi novio pero tenía el movil apagado. Entonces todo esto llegó a mi cabeza y decidí que el mundo podía esperarme un poco más mientras me refugiaba en casa a tomar un café con leche caliente.

Con una cosa y con la otra sé que no soy muy diferente a toda esa gente que tanto me aterra. Sé que estoy a un paso de ser como ellos seguramente, o peor conociéndome. El día está feo, el día está gris. En primavera eso no tiene razón de ser. Me encantaría un poco de calor y que el perro dejase de ladrar si fuera posible.

Me di cuenta que no podía morir. Porque Veronika tampoco había muerto. No tenía ni la valentía ni la cobardía, ni la cuota necesaria de locura para llevar esa empresa a cabo. No podría morir hoy, ni mañana. Ni siquiera pienso que pueda llegar a querer morir dentro de muchísimo tiempo. No soy (tan) idiota como para pensar que soy inmortal. Pero tampoco soy (de nuevo, tan) idiota como para dejarme llevar por esa muchedumbre de personas gristes (grises y tristes). Todavía tengo mucho coloe que ofrecer, demasiado. No tengo tiempo para el cine a blanco y negro, eso se lo dejo a Chaplín.

¿Y qué tenía que ver el culo con la merengada, no? No sé, pero me voy a trabajar antes de que llegué mamá y me asesine por irresponsable.

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